La ciudad de las abuelas
La ciudad que cuenta un niño no es nunca la misma que la que cuenta un anciano. La del primero suele coincidir con el descubrimiento, al margen de cómo sea esa urbe. La del segundo tiende a precipitarse hacia el desencanto y la pérdida. Rara vez hay descubrimiento en las ciudades de los ancianos aunque, como escribiera Baudelaire, “la forma de una ciudad cambia más que el corazón de un mortal”.
La ilustradora Ana Penyas (Valencia, 1987) lleva años dibujando, es decir, analizando, investigando y escrutando su ciudad. Ha dibujado la invasión de los turistas (Buscando un sitio), el tejido social de las urbes (Mis vecinos) o el pequeño comercio que nada entre las dos aguas del peligro de extinción y su reconversión en falsa reliquia (Ultramarinos Turia). En su último trabajo, la novela gráfica titulada, con ecos a la película de Giuseppe Tornatore, Estamos todas bien, ha dibujado y escrito sobre el franquismo, sobre la soledad, sobre las mudanzas campo-ciudad y sobre la esperanza y la desesperanza en los marcos urbanos de Alcorcón y Valencia. Y lo ha hecho poniéndose en los ojos de sus abuelas Maruja y Herminia. Son esas historias femeninas, tradicionalmente consideradas como contextuales o secundarias, las que dan vida al cómic que se ha hecho con el X Premio Internacional de Novela Gráfica FNAC-Salamandra Graphic.
Por Estamos todas bien desfilan mujeres capaces de sacar adelante una familia de cinco hijos y cinco hijos incapaces de ocuparse de una madre. Desfila el desprecio a quienes no han tenido acceso a una educación por parte de los familiares que tienen a alguien que sí ha accedido a esa educación superior, y que demuestra que la educación no es contagiosa. En el interior de las viviendas destaca la fiel y sonora compañía que ofrece el televisor y el consuelo de los males parejos en los bares y las terrazas de barrio.
Es en esos momentos de pausa y soledad y en esos escenarios de plazas públicas y bancos solitarios, cuando la vida urbana se asemeja tanto a la de los pueblos. Y es que más que contar la historia de sus abuelas, o el momento de la transición, Ana Penyas ha ensartado un rosario de anécdotas que evocan y retratan ese tiempo. Una época en la que para una familia trabajadora cualquier ciudad española se antojaba como un pueblo (la juventud de sus abuelas) y un tiempo (la vejez de las mismas mujeres) en el que para cualquier anciano la vida en el interior de su casa es tan importante como lo que alcanza a ver desde la ventana. Al final, si uno no ha construido un mundo interior a lo largo de los años, si uno no ha desarrollado entusiasmos y aficiones, son las posibilidades que tiene de bajar a hablar, o a quejarse, al bar o al banco de la plaza, lo que termina por dar calidad de vida a la vejez.
Fuente: https://elpais.com
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