Una ciudad a 30 kilómetros por hora

De acuerdo a las estadísticas disponibles, son alrededor de 1,100 las personas que cada año mueren en incidentes de tránsito en el Distrito Federal. La mitad de las víctimas de estos incidentes son peatones. Insisto en hablar de incidentes y no accidentes, ya que de fortuito tienen poco. Podría dedicarse un libro entero a describir las múltiples causas que hacen que las calles del DF sean en extremo peligrosas, especialmente para quienes caminan y pedalean en ellas, pero hay un dato clave que puede ayudar a encontrar una respuesta: los ejes viales y vías principales  son el escenario de más de la mitad de incidentes con víctimas fatales, a pesar de constituir sólo el 12 por ciento del total de la superficie vial capitalina. Es cierto que concentran un número mayor de viajes, pero hay algo relacionado con su dimensión, forma y diseño que las convierte automáticamente en verdaderas trampas mortales. La configuración de vías orientadas exclusivamente al aumento de las velocidades, esfuerzo logrado a punta de multiplicación de carriles (hasta ocho en algunas de ellas), supresión de camellones centrales y angostamiento de banquetas, provocó un profundo divorcio entre el automovilista y los usuarios más vulnerables de la vía. El modelo es claro: para que los coches circulen rápido debe minimizarse el contacto con los usuarios más lentos. Así, en un primer momento se aumenta la distancia entre los cruceros; luego estos sencillamente desaparecen para dar cabida a puentes peatonales, infraestructura vehicular gentilmente disfrazada como espacio peatonal. Hasta la arquitectura de estos corredores se orienta a la velocidad. En ellos predominan las formas simples, la ausencia de detalles, la silueta de los espectaculares, los anuncios de grandes letras y pocas palabras. En un espacio diseñado para ser vivido a más de 60 kilómetros por hora, la acera es sacada del ámbito del espacio público para dejarla reducida al rol de acompañamiento marginal de la ingeniería vial. En espacios así las muertes por impacto con vehículos motorizados sencillamente no pueden ser consideradas accidente, sino más bien efecto lógico de un modelo torcido que entiende la velocidad como único ideal urbano al cual aspirar.

30 kilómetros por hora. Esa es la velocidad máxima que la Comunidad Europea estableció para todas las calles locales de sus países miembros. La idea es que para el año 2020 se hayan reducido a la mitad las alrededor de 30 mil víctimas fatales que cada año cobran los incidentes de tránsito por esos lados (que, dicho sea de paso, ya exhiben los mejores índices de seguridad vial en el mundo entero).

El razonamiento es sencillo: si un vehículo impacta a un peatón a 30 kilómetros por hora, la posibilidad de que este último fallezca a causa del impacto es de sólo un 5 por ciento. Si la velocidad aumenta a 50 kilómetros por hora, la posibilidad de muerte aumenta dramáticamente a un 50 por ciento (el otro 50 por ciento sobrevive para contarla, pero con una alta probabilidad de sufrir secuelas de carácter permanente). A 80 kilómetros por hora, la chance que el peatón pueda contar la historia a sus nietos es de prácticamente cero. A esta velocidad también es muy probable que el automovilista corra una suerte más o menos similar.

¿Cómo se construye una zona de velocidad reducida? Queda claro que prohibir por ley y colocar señalización ad hoc, pintando círculos en el pavimento con un gran 30 en su interior no basta. Eso cae en el terreno del más puro voluntarismo. Tampoco basta enviar un escuadrón de policías a velar por el correcto cumplimiento de las leyes en las calles. Aparte de ser distraer grandes recursos humanos y materiales, su continuidad en el tiempo no está garantizada. Si desaparece la acción policial, también es altamente probable que el límite de los 30 kilómetros pase a mejor vida en un corto tiempo.

Debemos pensar en medidas de efecto permanente, que funcionen con todo tipo de conductores 24 horas al día los 365 días del año, que no dependan de la masiva presencia policial. Ahí es donde aparece el diseño vial, que por sí solo debe ser capaz de promover una conducta responsable de todos los usuarios de la vía, particularmente los automovilistas (querámoslo o no la responsabilidad que cargan sobre sus hombros siempre será mayor). Un diseño orientado a la seguridad vial no suprime al automóvil, pero sí lo domestica. No le prohibe circular, pero hace compatibles sus necesidades de desplazamiento con las de quienes caminan o pedalean. Entiende que la calle es mucho más que un lugar para moverse: es el espacio donde socializamos, donde los niños juegan, donde se compra, donde se come, donde la gente pasea por el gusto de pasear, actividades que perfectamente pueden y deben compartir espacio con el tráfico vehicular.

Contrariamente a lo que muchos pueden pensar, el diseño orientado a la seguridad vial no se limita a la colocación de topes para reducir velocidades (allí donde se acaba la imaginación aparecen los topes). Tampoco se basa en la separación entre los usuarios; más bien en todo lo contrario. Aunque no es la única solución, y responde a una escala de barrio que no es replicable a toda la ciudad, el ejemplo del woonerf puede ser ilustrativo de este concepto.

 

Woonerf (woonerven en plural) es un término holandés para referirse a las calles de uso compartido donde peatones y ciclistas circulan por la misma superficie que los automóviles, sin existir ningún tipo de separación espacial (de hecho, ni siquiera hay señalización). No es invento exclusivo holandés (algo me dice que utilizar el alemán verkehrsberuhigter bereich, que es básicamente lo mismo, resultaba poco práctico a nivel internacional), pero es en los Países Bajos donde el concepto ha penetrado de manera más profunda. La filosofía detrás de él es más o menos sencilla: la certeza de compartir espacio con usuarios más vulnerables, que se desplazan a velocidades tan bajas como los dos kilómetros por hora (caso de ancianos y niños), hace que  los conductores de manera automática levanten el pie del acelerador y pongan más atención a lo que pasa en la vía. Esto se refuerza con el angostamiento de los espacios de circulación, la colocación de pavimentos cuya textura y diseño es más propio de áreas peatonales, y la instalación de algunos “obstáculos” como mobiliario, jardineras y árboles, estratégicamente localizados para reducir la velocidad. ¿El resultado? La combinación de diseño orientado a la seguridad vial con campañas educativas, desincentivo al uso del automóvil particular, y un marco legal que protege a los usuarios más vulnerables de la vía, ha hecho que Holanda posea una de las cifras más bajas del mundo de muertos por incidentes de tráfico en áreas urbanas.

Más que un dispositivo espacial de seguridad, las zonas de tráfico calmado constituyen una manera de vivir la ciudad, una vuelta a los ritmos y velocidades de la vida barrial. A 30 kilómetros por hora no sólo nos salvamos todos, también vivimos mejor.

por Rodrigo Díaz, <http://www.arquine.com/una-ciudad-a-30-kilometros-por-hora/>, 4 Septiembre, 2014.

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